ISLA DE GORÉE
texto de periodista
El único ruido mecánico al llegar a Gorée es el del motor del ferry. No hay coches en la isla, sólo el golpear rítmico de las olas; muchos gritos, risas y palabras en francés y en wolof circulando por el aire; los reclamos cantarines de las vendedoras; las notas del chapoteo continuo de unos y el chapuzón repentino de otros bañistas; los pasos apresurados sobre el espigón de aquellos que buscan alcanzar el trasbordador de vuelta a Dakar, este barco que es como la plaza pública: allí donde todo confluye, donde el millar de isleños se busca y siempre se encuentra.
Hoy, el único barco grande que se acerca por Gorée de continuo es este que ahora atraca, aunque a lo lejos se vean los cargueros del puerto de Dakar
Gorée está ya ahí enfrente: una isla difuminada por la calima, un pueblito mediterráneo con casas coloniales, un castillo en lo alto de una colina, el fuerte militar circular con ventanucos para los cañones, la ensenada, la playa con cayucos varados, la costa de basalto, el verde salpicado aquí y allá de las palmeras y buganvillas...
Transcurre el día y el mar devuelve los chillidos entusiastas de los adolescentes que juegan al fútbol junto al Ayuntamiento, las risas de las mujeres que friegan los cacharros en la fuente, las voces multilingües de los turistas, las de los camareros ofreciendo sus menús, las de las vendedoras que se te hacen íntimas en un abrir y cerrar de las puertas de sus tenderetes... Y el gemido del ferry que llama a los viajeros de regreso.
Gorée
evoca las condiciones en las que vivieron antaño millones de personas. Idénticas a las que sufren hoy 27 millones en todo el mundo retenidas como fuerza de trabajo, en la industria del sexo, como soldados...

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